2050: NO hemos conseguido ser sostenibles

Escribo desde 2050 con una sensación difícil de nombrar: no es sorpresa, porque lo veíamos venir; no es solo tristeza, porque también hubo momentos de lucidez; y no es exactamente culpa, porque el problema de la sostenibilidad nunca fue una mala decisión aislada.

En 2050 NO hemos conseguido ser sostenible por una falta de gobierno de nosotros mismos para sostener un cambio real

Es, más bien, el cansancio de comprobar que la humanidad no fracasó por ignorancia, ni por falta de herramientas, ni siquiera por falta de recursos financieros. Fracasó por algo más íntimo y persistente: no supimos gobernarnos por dentro para sostener un cambio por fuera.

Durante décadas repetimos el mismo guion. Sabíamos que teníamos que reducir emisiones de forma rápida y sostenida, proteger ecosistemas, transformar el sistema energético, repensar ciudades, movilidad y alimentación, frenar la pérdida de biodiversidad, diseñar economías menos voraces y más justas.

Teníamos ciencia, escenarios, métricas, alertas tempranas, y, aun así, cuando el Planeta pedía décadas de coherencia, nuestra cultura eligió el atajo del ya veremos

Este ejercicio visionario no pretende recrearse en un catálogo de desgracias. En 2050 seguimos existiendo los humanos, pero el precio de no haber sido sostenibles está ahí, en forma de inestabilidad climática, tensión por el agua y los suelos fértiles, erosión silenciosa de la biodiversidad, desigualdades que se hicieron más duras cuando lo básico dejó de estar garantizado.

Y, sobre todo, en la evidencia de que la sostenibilidad era una tarea técnica … sostenida por una faceta cultural y psicológica que no quisimos asumir.

1. No fallamos por falta de tecnología: fallamos por falta de entrenamiento

A principios de la década de 2030 (sí, cuando todavía se hablaba de década decisiva), ya era incómodo reconocerlo, pero el problema no era solamente el CO₂, ni la energía, ni el reciclaje.

Era el sistema nervioso colectivo con el que intentábamos conducir una transición histórica que se tornó impaciente, reactivo, polarizado y saturado.

La sostenibilidad exige perseverancia, autocontrol social, cooperación y visión intergeneracional. Pero nuestro estilo de vida depredador e insostenible empujaba en dirección contraria. 

Pero, cuando por fin aceptamos esto, ya era tarde.

2. La trampa del corto plazo: el cerebro ama hoy, el Planeta requiere décadas

La transición ecológica era una carrera de fondo, pero nosotros la convertimos en una sucesión de carreras emocionales, prefiriendo recompensas inmediatas (comodidad, consumo, estatus y normalidad) a beneficios futuros que no se podían tocar con la mano (estabilidad climática, resiliencia, prevención).

En vez de sostener políticas consistentes, hicimos de la urgencia un espectáculo y de la constancia un aburrimiento, confundiendo lo que es progreso y optando por más extracción, más velocidad, más reemplazo y más ruido.

Incluso cuando empezaron a multiplicarse las señales en forma de olas de calor, incendios, pérdidas agrícolas, episodios extremos, reaccionábamos como quien apaga un fuego sin control.

Traducido a lo sistémico, el cortoplacismo se filtró en todas las esferas: gobiernos atados a ciclos electorales, empresas obsesionadas con resultados trimestrales, ciudadanía agotada y con poco espacio mental para sostener cambios reales.

No nos faltó el diagnóstico, sino que nos faltó disciplina colectiva.

3. La negación elegante: cuando la verdad duele, el ego negocia

No toda negación fue burda. La más peligrosa fue la sofisticada, que no es otra que la que se viste de razón para no cambiar.

No es para tanto, ya inventarán algo, yo solo no puedo, el problema es de otros. Nos especializamos en racionalizar la inacción y en externalizar la culpa en gobiernos, empresas, otros países, los ecologetas, los negacionistas, los cuñados …

A escala social, esa negociación interna se convirtió en narrativas tranquilizadoras, con promesas vagas, metas a largo plazo sin mecanismos vinculantes, compensaciones que sustituían reducciones reales, maquillaje verde que permitía seguir expandiendo la demanda. Creamos un lenguaje que sonaba transformador y un sistema que seguía igual.

El resultado fue devastador en lo más importante, erosionando la confianza y convirtiendo la sostenibilidad en un campo de batalla cultural, en lugar de un proyecto compartido de supervivencia.

4. La adicción al confort: anestesiarnos con abundancia

Hubo un punto en el que la cuestión dejó de ser queremos y pasó a ser dependemos.

Diseñamos economías capaces de convertir el deseo en identidad y el consumo en anestesia. Llenamos vacíos existenciales con objetos, sustituimos el silencio por estímulo constante, la presencia por dopamina, la comunidad por algoritmo.

Esa adicción tuvo un efecto ambiental directo (más extracción, más residuos, más energía), pero también uno políticola incapacidad de aceptar límites.

Cada intento de reducir demanda, de poner freno a ciertos modelos o de cambiar hábitos estructurales se vivía como una agresión personal. Sin una cultura del suficiente, la transición se volvía una amenaza, no una liberación.

Y, sin embargo, el Planeta no negocia. Los límites biofísicos no aceptan excusas. Solamente aceptan realidades.

5. La coartada tecnológica: esperar el milagro para no cambiar el presente

La tecnología avanzó, y mucho. Pero se utilizó, demasiadas veces, como coartada psicológica de que cuando llegue X, cuando se despliegue Y, cuando la IA optimice todo, cuando capturemos carbono a gran escala. Mientras tanto, seguíamos aumentando nuestros niveles de depredación.

Este fue uno de los autoengaños más caros fue confundir potencial tecnológico con transformación social. La transición energética no era solamente cambiar fuentes; era cambiar infraestructuras, hábitos, urbanismo, cadenas de suministro, dieta, movilidad, desigualdades y poder.

Pero apostar al futuro fue una forma elegante de no tocar el presente.

6. El corazón del problema: no supimos gobernar el deseo

La sostenibilidad no falló por falta de reciclaje, sino que falló porque no aprendimos a administrar apetitos.

No entrenamos la madurez colectiva para vivir con límites sin sentirnos humillados. No construimos instituciones que protegieran el largo plazo del chantaje del corto. No diseñamos un sistema económico que premiara la durabilidad y la suficiencia en lugar de la rotación constante.

Así, la extracción sin límite se convirtió en norma. La publicidad se perfeccionó como ingeniería del deseo

Los modelos de negocio se basaron en acelerar el consumo. Y la transición ecológica quedó atrapada en un marco imposible, el de cambiarlo todo para que, en esencia, nada cambie.

7. Fragmentación: sin propósito común, cada uno optimizó su parcela

Incluso cuando había voluntad, faltó cohesión. Países compitiendo por ventajas, empresas defendiendo mercados, ciudadanos divididos por identidades, ciencia convertida en munición política.

El problema era global, y la respuesta fue insuficientemente cooperativa. La fragmentación tuvo una consecuencia práctica en forma de retrasos y bloqueos.

Sin coordinación real, cada actor intentó minimizar su coste y maximizar su beneficio. Y así, la carga cayó (como tantas veces) sobre quienes menos margen tenían.

La transición, en lugar de ser un pacto de justicia, se vivió como una imposición desigual. Y eso alimentó más polarización, más repliegue, más miedo.

8. Queríamos sostenibilidad sin incomodarnos

Hay una verdad incómoda que en 2050 ya no podemos suavizar es que queríamos un mundo estable sin tocar nuestro estilo de vida, nuestros privilegios, nuestros hábitos, nuestra relación con el tiempo, nuestra idea de éxito.

Así, nos refugiamos en reformas cosméticas y cambios lentos. Confundimos gestos con transformación. Buscamos sentirse en el lado correcto sin asumir el coste real de cambiar estructuras.

Y cuando el clima y los ecosistemas empezaron a imponernos incomodidades de verdad, lo vivimos como una injusticia, no como el resultado lógico de décadas de aplazamiento.

9. Las consecuencias: vivir en modo “gestión de daños”

En este 2050, la sostenibilidad ya no se plantea como un ideal, sino que se gestiona como una emergencia permanente, normalizándose decisiones duras como reasignar agua en escenarios de escasez, reconfigurar territorios costeros y urbanos, afrontar impactos en salud pública por calor y contaminación, sostener sistemas alimentarios bajo presión, atender desplazamientos humanos y tensiones sociales derivadas.

La pérdida de biodiversidad nos hizo más vulnerables, con ecosistemas menos capaces de amortiguar impactos, polinizadores y suelos degradados, redes ecológicas simplificadas. Y, como siempre, los más vulnerables son los que tenían menos recursos y enfrentaron primero los golpes, con menos capacidad de adaptarse.

No fue el fin del mundo. Fue un mundo más frágil, más desigual y ansioso, donde gran parte de la energía social se destinó a reparar, compensar y contener, en lugar de construir futuro.

10. El núcleo del fracaso: no fue una crisis de recursos, fue una crisis de conciencia

Mirándolo con honestidad, el colapso no fue repentino ni total.

Fue gradual y acumulativo. Una suma de pequeñas renuncias a la coherencia. Una incapacidad de entrenar virtudes que la sostenibilidad necesitaba, como la templanza, la paciencia, la responsabilidad intergeneracional, el sentido de límite y el respeto por la vida.

Y aquí llega la pregunta que de verdad importa y la única que conecta 2050 con tu presente¿qué habría pasado si, además de invertir en paneles, baterías y circularidad, hubiéramos invertido en un gobierno colectivo?

Porque la transición era (y sigue siendo) también un proyecto educativo y cultural, basado en aprender a vivir mejor con menos, redefinir el estatus como coherencia y contribución, reconstruir vínculos comunitarios, recuperar contacto con lo vivo no por romanticismo, sino por salud mental, neurobiología y cordura social.

La extracción de ciertos recursos es insostenible

11. Para quien lee hoy: el futuro no está escrito, pero se entrena

Este texto está escrito desde un 2050 posible, no inevitable, estando concebido no para deprimir, sino para iluminar el camino del fracaso para desactivarlo a tiempo.

Si algo enseña este escenario es que no basta con tener la razón científica. Hay que tener capacidad social para sostener la razón cuando incomoda. Hay que construir políticas que protejan el largo plazo, economías que no dependan de devorar el mundo, y culturas que no confundan libertad con consumo infinito.

El futuro todavía depende de decisiones presentes, sí, pero también de qué tipo de personas y de comunidades estamos preparando para habitar un Planeta finito.

Si queremos que 2050 sea otro relato, no se trata solo de cambiar tecnologías. Se trata de cambiar lo que celebramos, lo que premiamos, lo que consideramos éxito, y la relación que tenemos con el límite.

La sostenibilidad no es un destino, sino que es una práctica incorporada en nuestro estilo de vida.

Pero, ¿y si en 2050 SI hubiéramos conseguido ser sostenibles?

Ricardo Estévez

Mi verbo favorito es avanzar. Referente en usos innovadores de TIC + Marketing. Bulldozer sostenible y fundador de ecointeligencia

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