Aunque la crisis climática nos afecta a todos, las formas de protegerse de ella se están convirtiendo en un marcador de clase.

Mientras algunas familias pueden reformar sus casas, instalar paneles solares o comprar un vehículo eléctrico, otras apenas pueden pagar la factura de la luz. La adaptación climática, que debería ser un derecho colectivo, está ahondando la brecha de la desigualdad.
Buena parte del parque inmobiliario español fue construido antes de que la eficiencia energética fuera una prioridad, por lo que cerca del 90% de las viviendas presentan graves deficiencias en aislamiento térmico, ventilación y climatización.
Las tasas de rehabilitación energética siguen siendo bajas, porque las obras, por necesarias que sean, cuestan dinero, tiempo y organización. Esta barrera económica está marcando una brecha profunda: quienes pueden rehabilitar su vivienda avanzan hacia el confort climático; quienes no, quedan atrapados en un ciclo de vulnerabilidad y facturas elevadas.
A esto se suma la electromovilidad, y, aunque los vehículos eléctricos son más limpios y baratos de mantener, la realidad es que quienes disponen de garaje propio o capacidad para instalar un punto de recarga acceden sin complicaciones.
En definitiva, una adaptación que debe estar pensada para todos, está quedando, en la práctica, reservada a unos pocos.
1. El fantasma del tecnofeudalismo climático
El economista Yanis Varoufakis popularizó la idea de un tecnofeudalismo en el que una élite extractiva acumula poder y riqueza mientras el resto depende de ellos para acceder a servicios esenciales.
Si trasladamos esta metáfora al terreno climático, aparece un escenario inquietante, en el que quienes controlen infraestructuras de resiliencia (energía, climatización, almacenamiento, movilidad, vivienda eficiente) podrían convertirse en los nuevos señores de un ecosistema desigual.
No se trata solamente de un debate abstracto. Los hogares que generan y almacenan su propia energía pueden revenderla a la red; edificios altamente eficientes se revalorizan y aumentan alquileres, excluyendo a quienes más necesitarían vivir en ellos; barrios capaces de costear adaptación urbana (zonas verdes, climatización pública, microredes) prosperan mientras otros quedan expuestos a inundaciones, incendios o calor extremo. Así nace una geografía del privilegio climático.
La adaptación climática deja de ser un esfuerzo colectivo para convertirse en un diferenciador social. Y en tiempos de crisis, cada diferenciador se convierte en poder.
2. Consecuencias sociales: vulnerabilidad donde más duele
¿Por qué es tan grave que la adaptación al clima esté creando esta división? Principalmente, porque la capacidad de afrontar eventos extremos estará condicionada por la clase social, amplificando injusticias existentes.
Un ejemplo claro son las olas de calor intensas: las personas que viven en viviendas bien aisladas, con aire acondicionado eficiente o sistemas de refrigeración sostenibles (como bombas de calor reversibles alimentadas por solar), podrán sobrellevar temperaturas de 40°C en casa relativamente a salvo.
Quienes, en cambio, habitan en edificios mal aislados, plantas altas que acumulan calor y sin aire acondicionado (o con uno viejo que no pueden costear usar), afrontarán un riesgo mucho mayor de golpes de calor y problemas de salud.
En 2022, Europa sufrió olas de calor que ocasionaron miles de muertes, concentradas sobre todo en personas mayores y de bajos recursos en viviendas precarias. La adaptación diferencial se convierte literalmente en una cuestión de vida o muerte.

Lo mismo ocurre con los periodos de frío extremo, donde un hogar eficiente con calefacción renovable mantendrá el abrigo, pero uno pobre energéticamente implicará decisiones difíciles y potenciales enfermedades por pasar frío.
Otros fenómenos naturales agravados por el cambio climático, como tormentas torrenciales, inundaciones o DANA, sequías prolongadas o incendios forestales, también golpearán más fuerte a quienes menos preparados estén.
Familias acomodadas pueden contratar seguros costosos, reforzar estructuras de sus casas o incluso reubicarse temporalmente lejos del peligro (por ejemplo, huir a una segunda residencia en un lugar seguro).
En cambio, las comunidades pobres suelen vivir en zonas más expuestas, y tras un desastre carecen de ahorros o seguros para recuperarse. Sin un apoyo público, estos eventos profundizarán la pobreza y la desigualdad.
Permitir que la adaptación sea un lujo crea un círculo vicioso, en el que los sectores vulnerables, ya golpeados por la crisis climática, tendrán menos capacidad de contribuir a soluciones, perpetuando la dependencia de modelos insostenibles.
Además, una sociedad fragmentada entre refugios climáticos para pocos y zona cero para muchos debilita la cohesión social y la respuesta colectiva ante la emergencia climática.
En última instancia, todos nos volvemos más inseguros si aumentan el caos social y los desplazamientos masivos por el clima.
3. Pero otro futuro es posible, y depende de nosotros
No estamos condenados a este escenario, pues existen alternativas para que la adaptación climática sea un bien compartido y no un nuevo mecanismo de exclusión:
- Políticas públicas valientes. Programas masivos de rehabilitación energética con ayudas concentradas en las rentas bajas, tarifas sociales de energía, refuerzo de la vivienda social y derecho garantizado a la climatización segura.
- Democratizar la energía. Impulso real a comunidades energéticas y autoconsumo colectivo con apoyo técnico y administrativo, especialmente en barrios vulnerables. La energía producida en un mismo vecindario puede ser la llave para que todos se beneficien, no solamente quienes pueden pagar paneles en solitario.
- Innovación social en lugar de elitismo tecnológico. El clima no se adapta sólo con gadgets, sino también con redes de apoyo, cooperativas de rehabilitación, bancos de energía, espacios comunitarios climatizados y soluciones diseñadas desde y para la ciudadanía.
- Regulación transparente. Para evitar que los beneficios de la transición se concentren en grandes empresas y fondos de inversión, y garantizar que la energía renovable y la resiliencia climática sigan siendo bienes públicos.

4. Conclusión: un llamamiento desde el realismo esperanzador
Lejos de caer en el alarmismo, queremos motivar una reflexión crítica y constructiva, en la que la adaptación al cambio climático no tiene por qué derivar en un mundo de ganadores y perdedores climáticos.
Si reconocemos a tiempo la amenaza de una sociedad dual (con búnkeres climáticos para ricos y precariedad ambiental para el resto), podemos redirigir el rumbo hacia una transición justa e inclusiva.
El concepto de Varoufakis del tecnofeudalismo nos alerta sobre dinámicas de poder desiguales en la era digital. En la era climática, esa alerta es igual de pertinente. Podemos transformar ese futuro potencial de élites climáticas dominantes y mayorías vulnerables en una oportunidad para reimaginar nuestra sociedad con más justicia, cooperación y sostenibilidad.
Para ello, hace falta voluntad política, sí, pero también empoderamiento ciudadano, en el que comunidades informadas que exijan sus derechos climáticos, que se organicen para compartir recursos, que innoven localmente y que no acepten ser sujetos pasivos de un desastre anunciado.
La historia nos demuestra que las crisis pueden sacar lo mejor de las sociedades cuando actúan unidas. La respuesta a la crisis climática debe seguir el camino de la colaboración en lugar del sálvese quien pueda.
