El mundo atraviesa una etapa crítica en la que los datos científicos sobre el calentamiento global se acumulan sin margen para la incertidumbre.
El servicio Copernicus, gestionado por la Unión Europea, ha presentado datos en 2023 y 2024 que muestran un nuevo récord en la temperatura media de la superficie marina. Estos registros, que hasta hace poco parecían escenarios lejanos, ya forman parte de la cotidianidad científica y superan referencias consideradas extremas en décadas pasadas.
La atmósfera se ha saturado con más dióxido de carbono, pasando de 419 a 425 partes por millón (ppm), lo cual sugiere una tendencia que no solamente se mantiene, sino que se acelera al ritmo del consumo incesante de combustibles fósiles, la deforestación, el uso intensivo del suelo y la sobreexplotación de recursos.
Esta acumulación permanente de gases de efecto invernadero (GEI) refuerza el efecto térmico global, degradando la estabilidad climática que sostenía los ciclos agrícolas, la biodiversidad y, en definitiva, el orden natural que hace posible la vida humana tal como la conocemos.
En el caso de España, estas transformaciones no son una abstracción lejana, alcanzando las anomalías térmicas en 2024 unos 3°C por encima del valor medio en gran parte del país. Este fenómeno no se limita a la canícula estacional, sino que altera el ritmo normal de las estaciones, cambia las pautas de floración, afecta las cosechas, compromete la disponibilidad de agua y multiplica el estrés en la fauna y la flora.
Por otro lado, el nivel del mar continúa su avance en las costas españolas, agravando problemas de erosión, desplazando la línea litoral hacia el interior, poniendo en riesgo infraestructuras, viviendas e incluso la viabilidad económica de regiones que dependen del turismo.
Además, la desertización avanza tierra adentro con la progresiva pérdida de suelos fértiles, la reducción de humedales y la intensificación de periodos secos, transformándose el paisaje y con él los servicios ecosistémicos, la calidad de vida y las perspectivas de desarrollo sostenible.
La gravedad de la situación no se limita al territorio español, pues en diferentes áreas del Planeta, las alteraciones climáticas se dejan sentir con intensidad. Los fenómenos extremos, como inundaciones súbitas, olas de calor asfixiantes, sequías severas o incendios forestales sin control, se han multiplicado durante la última década.
Estos eventos matan personas, destruyen infraestructuras, perjudican cosechas, desplazan comunidades, incrementan las migraciones forzosas y tienen un coste económico creciente, teniendo como consecuencia que los gobiernos desvíen fondos hacia la adaptación, que las entidades aseguradoras eleven las primas, y que las empresas duden a la hora de invertir en zonas vulnerables.
La inseguridad generada por esta crisis climática altera el equilibrio social y económico en regiones muy diversas, y, lejos de ser un fenómeno aislado, el patrón se repite con diferencias de matiz, pero con el mismo trasfondo: el clima, antes considerado un factor estable, se ha convertido en una amenaza difícil de prever.
A pesar de estas evidencias, la reacción colectiva sigue resultando insuficiente, ya que las políticas vinculantes de adaptación no avanzan al ritmo que las circunstancias exigen, lo que provoca una ausencia de acción y un inmovilismo que no se debe a la falta de datos científicos, sino a una suerte de indiferencia alimentada por el sesgo del statu quo, también denominado sesgo de conocimiento.
Esta inclinación psicológica lleva a las personas a preferir la continuidad antes que el cambio, a resistirse a revisar costumbres y hábitos, incluso cuando la lógica indica que el camino actual conduce a un callejón sin salida.
Este comportamiento se alimenta, además, de la tendencia a imputar la culpa a agentes externos, como las directrices de la Unión Europea, el dogmatismo ambiental, el movimiento Woke, la promoción de las energías renovables o la imposición de la electromovilidad.
La sociedad busca culpables fuera, esquivando la responsabilidad individual y colectiva, convirtiendo en blanco de las críticas, por ejemplo, las normas que intentan frenar emisiones o los proyectos para impulsan la conservación de la biodiversidad, esgrimiendo supuestas restricciones de la libertad o que el freno que estas medidas representarían para el crecimiento económico.
Mientras se da pábulo a estos argumentos, las emisiones siguen en aumento, la temperatura escala nuevos peldaños y la crisis climática se consolida, disfrazándose esta indiferencia de escepticismo o prudencia, lo que lejos de proteger al ciudadano, le condena a padecer las consecuencias de la inacción.
El sesgo del statu quo se vale de la comodidad que produce la rutina, pues nos molesta cambiar costumbres arraigadas con el transporte, la alimentación, la vivienda o el consumo energético.
Así, aceptar la dimensión real del problema supone reconocer que el modelo actual no es sostenible, y, admitir esto, supone una amenaza para quienes creen que se puede mantener el ritmo sin sufrir consecuencias.
Sin embargo, la realidad nos muestra en lo contrario, y el alza de las temperaturas ya no es un anuncio poco concreto de un futuro lejano, sino una experiencia que afecta a la seguridad y a la salud humana.
Si pensamos que la mitigación del cambio climático es cara, la adaptación exige un replanteamiento profundo de las políticas públicas, la planificación urbanística, la gestión de recursos hídricos, la movilidad, la organización del territorio y la formación de las nuevas generaciones. Nada barato pero necesario para la persistencia de los humanos en el Planeta …
Y para los que puedan pensar que este proceso puede aplazarse con la esperanza de que el problema se resuelva por sí solo, en realidad, cuanto más se dilata la reacción, mayor es el coste posterior en inversiones, daños irreversibles y desigualdades sociales.
La apatía del presente compromete la estabilidad del futuro, generando tensiones adicionales que no distinguen entre fronteras, ideologías o niveles de renta
La responsabilidad no recae en un solo actor, ni en los gobiernos en solitario ni en las empresas por separado, y todos debemos asumir nuestro papel: las administraciones deben proponer políticas claras y ambiciosas, el sector privado debe apostar por la innovación y la eficiencia, los medios de comunicación tienen que informar con rigor, las escuelas deben educar para comprender y afrontar la crisis, y el ciudadano debe abandonar la indiferencia y demandar soluciones.
Sin esta presión social, las políticas seguirán siendo tibias y los intereses cortoplacistas prevalecerán.
El problema no radica en carecer de soluciones técnicas, pues tenemos a nuestra disposición alternativas energéticas limpias, tecnologías de almacenamiento, movilidad eléctrica, infraestructuras más eficientes, prácticas agrícolas y pesqueras sostenibles, y herramientas para restaurar paisajes degradados. Lo que falta es voluntad, determinación y la aceptación de que el tiempo apremia.
La comunicación a la ciudadanía resulta crucial para desmontar barreras mentales, por lo que explicar con un lenguaje comprensible las relaciones entre aumento de la temperatura, dinámica atmosférica alterada, pérdida de biodiversidad y condiciones de vida menos seguras ayuda a que las personas comprendan que no se trata de un asunto abstracto.
Cuando el ciudadano percibe que el coste de la pasividad supera con creces el esfuerzo requerido para cambiar, exige políticas coherentes, y este empuje proporciona el espacio político que muchos gobernantes necesitan para adoptar normas más estrictas, apoyar inversiones limpias y penalizar la contaminación.
La sociedad no debe engañarse pensando que las transformaciones suponen un retroceso en su calidad de vida. En realidad, un estilo de vida sostenible ofrece oportunidades económicas, mejora la salud pública, incrementa la resiliencia de las ciudades y preserva recursos fundamentales para las generaciones futuras.
Resumiendo, la crisis climática no admite más dilaciones, ya que la ventana de tiempo en la que la humanidad puede evitar los peores escenarios se reduce a medida que se superan umbrales irreversibles.
El sesgo del statu quo se combate con información, pedagogía, responsabilidad individual y exigencia colectiva, mostrándose la indiferencia como una gran amenaza para el ciudadano porque prolonga la vulnerabilidad, permite que la degradación se profundice y deja sin respuesta a quienes sufrirán las peores consecuencias.
Actuar no significa sacrificar el presente, sino asegurar el porvenir, y en este abandono de la indiferencia, radica el paso fundamental hacia una sociedad consciente, comprometida y capaz de construir un escenario más estable y justo.
¡No queda tiempo que perder!